RETO #2 - El calcetín rojo
Se pasó una hora buscando el calcetín rojo. Lo buscó por debajo de la cama, en el cesto de la ropa sucia, en el tendedero donde la colada estaba tendida, dentro de los cajones, en la mochila de deporte, en el suelo del armario… Hasta intentó localizarlo en la mesilla de noche pero nada. No había forma de poder localizar el ansiado calcetín rojo.
Para Sandro,
lo peor que le podía ocurrir justo aquella mañana era no poder encontrar el
dichoso calcetín rojo. Podía haber perdido el autobús, podía haber derramado la
taza de café sobre sí mismo (o sobre otra persona, que seguro que habría sido
peor), llegar tarde al trabajo pero nada se podía comparar con no encontrar el
calcetín rojo.
Así que,
enfurruñado como estaba por no poder encontrarlo, decidió salir igualmente de
casa. Mientras bajaba raudo las escaleras recordó que no había mirado en la
barra de la ducha (solía poner allí los calcetines para ahorrar espacio en el
tendedero y conseguir que se secaran con bastante celeridad) así que
rápidamente giró sobre sus pasos y volvió a ascender los peldaños que había
ganado a la calle para volver a comprobarlo. Abrió la casa, cruzó rápidamente
el umbral y se dirigió, sin tan siquiera cerrar la puerta ni quitar las llaves
de la cerradura, hacia el cuarto de baño. Y… no, allí tampoco estaba. ¿Dónde
narices podría estar? Justo aquel día que tanto lo necesitaba…
Finalmente,
rendido ante la circunstancia de no poder encontrar el puñetero calcetín rojo y
con un peso infinito en su alma, decidió retomar su camino. Recogió las llaves
de casa y volvió a bajar los peldaños. Cada paso que daba hacia su destino le
acongojaba cada vez más y se transformaba en un peso cada vez más pesado sobre
sus hombros.
Cuando por
fin llegó a su destino, no lo podía soportar y su cara reflejaba la pena que
llevaba sobre sus espaldas, en su cabeza, en el pecho, en su alma. Al entrar
por la puerta del edificio, le costaba hasta respirar de la pena que sentía por
no haber podido encontrar el maldito calcetín rojo. ¿Qué pasaría ahora? ¿Cómo
podría afrontar ese problema sin ayuda del “talismán”?
Los
compañeros de trabajo se lo cruzaron asombrados porque no entendían dónde
habría ido a parar la alegría, la jovialidad y las ganas que le caracterizaban.
“¿Qué le habría ocurrido para estar así?”- cuchicheaban a sus espaldas, pero
nadie se dignó a preguntarle visto el carácter tan agrio que mostraba.
Y ahí estaba
él, frente a la puerta, listo para asumir su culpa y admitir que había perdido
ese calcetín rojo que con tanto anhelo estaba deseando llevar a su reunión.
Llamó, casi imperceptiblemente a la puerta para esperar, tal vez, que no
hubiese respuesta pero no fue así. En el momento en que separaba los nudillos
de la madera pudo oír a la perfección una voz clara que, con determinación, le
dijo: “Pasa, pasa”. Esa voz sabía perfectamente que se trataba de él. ¿Cómo no iba
a saberlo si llevaba semanas esperando esa reunión?
Sandro llenó
bien sus pulmones con una gran bocanada de aire, lo expulsó mientras subía las
comisuras de sus labios y abrió la puerta de la sala. Allí en el centro estaba
su interlocutor, deseoso de verle, de encontrarle de frente.
***
Casi cuatro
semanas habían transcurrido ya desde la última vez que se vieron en aquella
misma sala. Su rutina se había visto trastocada por no sé qué historias complicadas
que eran difíciles de comprender para su corta edad pero que sabía dónde iban a
desembocar; en lo mismo de siempre: pruebas, pinchazos, horas de vigilia,
preocupaciones y soledad. Añoraba a Sandro pues era el único capaz de hacerle reír.
Aún recordaba la primera vez que se presentó ante él: con cara de sueño,
completamente despeinado y… con un calcetín de cada color.
Sandro era su
amigo aunque, para su familia, era solo su pediatra. Después de haber pasado
por varios hospitales y centros clínicos, por fin sus padres habían conseguido
encontrar un centro especializado que trataba su enfermedad: la sarcoidosis. Y
allí encontró a aquel doctor tan particular. Cuando le preguntó por qué llevaba
un calcetín de cada color se sonrojó y dijo que su lavadora había tomado la
decisión por su cuenta y riesgo de acabar con las parejas de los calcetines y
que esos eran los que más se parecían en color; a mí me pareció que no: llevar
un calcetín mostaza y uno verde-moco, no eran parecidos. Igual es que el doctor
tenía eso de los colores en los ojos. ¿Cómo se llamaba? Tenía que ver con los
hermanos malos de los comics de Lucky Luke… ¿Daltonianismo? Bueno, algo así.
En aquel
momento me dio pena. Fíjate, un médico que está enfermo y que no puede curarse
a sí mismo… A los pocos días, vino a explicarme qué era lo que me pasaba y, muy
al contrario de lo que ocurría cada vez que un doctor entraba en la sala, este
vino directamente a hablarme a mí. Ya veis, un chico de casi 9 años que no sabe
nada de la vida y que siempre hay que ocultarle la verdad.
Su franqueza
me encantó y, sobre todo, cuando cogió algo que llevaba en el bolsillo de la
bata. Sacó un pequeño paquete marrón y me lo tendió. Al abrirlo, encontré un par
de calcetines rojos. No entendía por qué me los daba hasta que me quitó uno y
me dijo:
- El calcetín hace la función de
recubrirnos los pies para protegernos de agentes externos como el frío, los
roces de los zapatos o el contacto desagradable de nuestros pies sudados contra
la superficie rasposa del calzado. A ti te ocurre casi casi lo mismo: tienes
unas células que solo quieren protegerte frente a agentes externos pero que,
desafortunadamente, están tan preocupadas por ti que no se dan cuenta que son
excesivos. ¿Verdad que en verano no nos ponemos los calcetines? Pues tu cuerpo
no es consciente y sigue abrigándote y protegiéndote. Ahora nos va a tocar
luchar para conseguir quitarte todos los calcetines rojos que te están
impidiendo sentirte mejor.
Fue la
primera vez que empecé a “entender” qué era eso que todo el mundo susurraba
cerca de mí y que me impedía tener una vida normal: solía tener fiebre alta de
forma regular, cuando respiraba parecía que me había tragado un silbato que borboteaba
en mi pecho, había veces que estaba tan cansado que era incapaz de abrir los ojos
o moverme… ¿Por qué nadie me había dicho antes que me quitara los calcetines?
Con lo fácil que era… Así que me moví
como pude, levanté una de las piernas y empecé a tirar insistentemente de la
tela que recubría mi dedo gordo para arrancarme el puñetero calcetín que me
estaba asfixiando por dentro. Pero, si era así de sencillo, ¿por qué nadie me
los había quitado antes?
El doctor
Sandro se río y me dijo que no era literal, sino metafórico y volvió a decirme
que era algo parecido sin ser así. Vaya tela con los médicos… no hay quién les
entienda.
Cuando varios
meses después me dijeron que me iban a llevar a otro centro para hacerme más
pruebas y poder ajustar mejor el tratamiento, tuve que despedirme de Sandro. Decidí
pedirle a mi madre que sacara mis calcetines de la suerte del cajón; eran esos
rojos que me regaló él y que llevaba a cada una de mis pruebas para ver si
conseguían quitarme “los calcetines rojos que me recubrían por dentro”. Le hice
prometer a Sandro que, el día en que volviera a su centro, él me lo traería de
vuelta y yo le explicaría todo lo que me habían dicho en el otro sitio para que
lo pudiera entender y me ayudara a curarme.
***
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